Esta semana escuché en la radio una noticia que me
dejó patidifusa: las autoridades encontraron cincuenta perros en el
apartamento de una habitación de una señora cuyos vecinos se quejaban de los
malos olores. Es de suponer que
la doña tiene problemas de salud mental, pues este es un caso extremo, pero lo
cierto es que los franceses, eso de que
el perro es el mejor amigo del hombre, se lo toman muy en serio. A pesar de
vivir en apartamentos relativamente pequeños, no se privan de tener canes de
todos los tamaños y esto, por supuesto, tiene sus consecuencias.
Y
hablando de higiene y de consideración, no puedo dejar de mencionar la cuestión
de los excrementos caninos que abundan en las calles de la ciudad. Reconozco
que la tarea de recogerlos no debe ser muy agradable, pero es un deber de quien
decide tener una mascota, con el que desafortunadamente muchos parisinos no
cumplen. Durante mi primer año en Francia, varias veces regresé a casa con la
suela del zapato llena de caca de perro. En aquella época, estaba tan
maravillada con París que caminaba mirando a mi alrededor, y no lo suficiente
al suelo. Pero con la experiencia, aprendí que para dejar de pisar mierda,
había que caminar mirando con frecuencia hacia abajo. Por suerte, ya hace
tiempo que domino la técnica y no he vuelto a tener este problema, pero me
sigue molestando ver tanta caca a diario y por todas partes. ¡Qué lástima que
una ciudad tan hermosa esté tan llena de mierda!
Recuerdo mi primera visita al apartamento del padre
de mi ex. Al abrirse la puerta, en el
comité de bienvenida, me topé con dos perros casi tan grandes como yo, que
enseguida vinieron a olfatearme y se quedaron lo que a mí me pareció un buen
rato con el hocico pegado a mi ropa nueva. A todo el mundo eso le pareció de lo
más normal, y ni a mi entonces novio, que bien sabía cuán alérgica soy a estos
animales, se le ocurrió sacármelos de encima. Enseguida entendí que eran ellos
los dueños y señores de aquella morada. Yo, que quería causar buena impresión,
no me atreví a decir nada, y me pasé el resto de la noche estornudando. A pesar de todo, me dio pena con aquellos pobres
perros, que hubieran estado mejor en un patio, con espacio para corretear, en
lugar de allí encerrados, tropezándose con los muebles.
Claro que los amos saben que sus amigos de cuatro
patas necesitan salir, así que los sacan a pasear. Lo sorprendente es que los
llevan prácticamente a todos lados. Una tarde de verano, en una de esas brasseries
en las que las mesas están pegadas unas a las otras, sentí que algo peludo me
rozaba la pierna. Jamás hubiera imaginado que, a mis pies, un cachorro esperaba
que sus amos terminaran de almorzar. De momento pensé que lo tenían escondido,
y que los dueños del establecimiento no estaban al tanto, pero luego descubrí
que aunque existe una reglamentación que impide a los perros el acceso a algunos
establecimientos que venden comida, como los supermercados y las panaderías, ese
no es el caso de los restaurantes. La verdad es que no entiendo por qué la
prohibición no se extiende a los sitios en donde se come. ¿Acaso hace falta
enumerar todas las razones de higiene y de seguridad, sin hablar de la
consideración con el prójimo, por las cuales un restaurante no es un lugar
apropiado para un animal?
Yarín:
RépondreSupprimerDe ahí la exclamación francesa tan común:«Merde!»